Imágenes gentileza de Cristian Riquelme

SE ESTRENÓ LA OBRA DE JUAN MANUEL RIZZI CON UNA SOBERBIA ACTUACIÓN DE MARIANO AUFRANC

Acostumbrados a los malabares literarios de las anteriores obras de Juan Manuel Rizzi, en los que «juega» con la historia y particularmente con las elipsis temporales de los hechos, sorprende intensamente su nueva alquimia dramática. Toma los escasos momentos documentales existentes de la «Masacre de Cañuelas» amalgamados con la inspiración producto de la obra de la Madre de Plaza de Mayo Laura Bonaparte «El Mundo Guarda Silencio», más crónicas de la época como testimonios del encargado del Camping Smata y el entonces jefe de Bomberos Juan Mazzochi, y puestos en la «procesadora de su bella dramaturgia» creó esta obra de arte de la poesía.

En la madrugada del 12 de junio de 1976 un grupo de detenidos-desaparecidos fueron masacrados ejecutándolos a tiros y luego prendidos fuego frente al Campo de Smata. Entre las víctimas había una mujer con embarazo a término. El encargado del campo avisó a la policía. Cuando los bomberos apagaron el incendio de los cuerpos, apareció el cuerpito que había salido del vientre materno estallado, aún pendiendo del cordón. Se conoce desde entonces como «La Masacre de Cañuelas».

La conjunción perfecta se produce con una memorable actuación escénica del excelente actor Mariano Aufranc haciendo gala de una metamorfosis continua y permanente que, sin solución de continuidad, lo convierte en Celeste, Bombero, Jesús y Mamá. Impecable en la piel y las emociones de los cuatro personajes imaginados por Rizzi para su obra «Hijo de Fuego».

Quienes conocen la historia de aquel fatídico 1976 en los alrededores del Campo recreativo de SMATA con los atroces crímenes de la dictadura y en particular los fusilamientos e incendio de cuerpos en la zona, se trasladan con la obra al infierno de SMATA, a las hogueras, al sitio donde se esparcieron restos humanos y a detenerse frente al niño arrojado del vientre materno viviendo un «eterno» instante. La obra sacude la mente, trastoca sentidos y confunde emociones.

Todo el espectáculo tiene al «fuego» como hilo conductor, como latiguillo permanente, como golpeteo interminable desde el comienzo.

Y es así como el espectador siente escalofríos al oír a Celeste, el encargado del Camping, hablarle al niño: -«Mi madre dijo: Celeste, te llamarás Celeste. Celeste fue tu cuna, celeste es el color del cielo que el río refleja cuando está tranquilo… y desde entonces guardaron silencio. Hasta ahora. Que entiendo el milagro. Yo hijo del agua, Jesús, hijo del fuego…».

O cuando el bombero luego de jugar entre la idea de que puede y no puede «apagar todos los fuegos del mundo» recuerda aquel momento con un paralizante: «Llegamos tarde». Cuenta dos veces los cuerpos quemados, levanta al niño y exclama: «Un angelito, vuela mi amor, vuela».

Y en el impresionante diálogo entre Jesús y la Mamá en que ella insiste en que no nacerá, porque los milagros no existen, el pequeño trata de hacerle ver que Ya ha nacido aunque también ya haya muerto. La madre lascerante: «De qué sirve la vida si no puedo darte más que fuego».

Aufranc juega con la magia del texto pero también lo hace con lo mágico de su cuerpo, su voz, su gestualidad, su risa y su llanto, con el sentir de los personajes a los que les da vida.

En la platea, casi completa, no se escucha siquiera el ruido de las respiraciones. La idea constante de la muerte y la presencia pertinaz del humo y los calores del incendio que habitan el escenario son vividos por la belleza de la poesía con que transcurre la obra.

Resulta tan interesante la propuesta que no es posible analizar el texto sin la actuación, ni viceversa. Hijo de Fuego no puede imaginarse sin Rizzi-Aufranc, no se puede explicar si no es en el conjunto de guion-artista y puesta en general. Es un todo indivisible cuyas partes se conjugan armónica y placenteramente.